Las máquinas ganaron la productividad. Nosotros, la imaginación.
Nos enseñaron que ser inteligente es resolver problemas rápido.
Que la inteligencia se mide en diplomas, en velocidad de respuesta, en la capacidad de optimizar lo que ya existe. Que el valor está en hacer más con menos, en ejecutar mejor, en no cometer errores.
Y durante décadas, eso funcionó.
Pero hoy, las máquinas hacen eso mejor que nosotros. Más rápido. Sin descanso. Sin error.
Entonces, ¿qué nos queda?
Cuando las máquinas aprenden a calcular, nosotros debemos reaprender a imaginar.
La verdadera inteligencia nunca fue sobre eficiencia. Fue sobre algo que las máquinas aún no pueden hacer: imaginar lo que no existe.
Resolver un problema es útil. Imaginar un problema nuevo es transformador.
Optimizar un proceso es valioso. Diseñar un proceso que nadie había imaginado es revolucionario.
Responder preguntas correctamente está bien. Hacer preguntas que nadie se había hecho antes es lo que cambia todo.
Y sin embargo, seguimos educando para el mundo de ayer. Premiamos la memoria sobre la imaginación. La ejecución sobre la exploración. La certeza sobre la curiosidad.
Medimos la inteligencia con las herramientas del siglo pasado mientras construimos el futuro con las preguntas del próximo.
El problema no es que no seamos lo suficientemente inteligentes.
El problema es que estamos usando la definición equivocada de inteligencia.
Tal vez ha llegado el momento de una nueva forma de inteligencia.
No una inteligencia que solo calcula, sino que construye con las manos y con la mente.
Que combina el pensamiento con el oficio.
Que entiende que imaginar también es fabricar.
Una inteligencia artesanal: lenta cuando debe serlo, precisa cuando importa, profundamente humana siempre.
La que no compite con las máquinas, sino que las invita a crear con nosotros.
Tal vez el futuro no dependa de qué tan rápido pensamos, sino de qué tan lejos nos atrevemos a imaginar.